martes, 8 de junio de 2010

El espíritu de las leyes

De la corrupción del principio de la democracia
"El principio de la democracia degenera, no solamente cuando se pierde el espíritu de igualdad, sino cuando se extrema ese mismo principio, es decir, cuando cada uno quiere ser igual a los que él mismo eligió para que le mandaran. El pueblo entonces, no pudiendo ya sufrir ni aun el poder que él ha dado, quiere hacerlo todo por sí mismo, deliberar por el Senado, ejecutar por los magistrados, invadir todas las funciones y despojar a todos los jueces.

Desaparece la virtud de la República. El pueblo quiere hacer lo que es incumbencia de los magistrados: ya no los respeta. Desoye las deliberaciones del Senado: pierde el respeto a los senadores y por consiguiente a los ancianos. Cuando a los ancianos no se los respeta, no se respeta ni a los padres: luego los maridos no merecen ya ninguna deferencia ni los maestros ninguna sumisión. Todos se aficionarán a este libertinaje: no respetarán a nadie ni las mujeres, ni los niños, ni los esclavos. Perdida la moral, se acaban el amor al orden, la obediencia y la virtud.

En El Banquete de Jenofonte puede verse una pintura muy candorosa de una República en la que el pueblo ha abusado de la igualdad. Cada convidado va, por turno, dando la razón por la cual está contento de sí. Yo estoy contento de mí, dice Carmides, por mi pobreza; cuando era rico, tenía que adular a los calumniadores, pues sabía que más daño me podían hacer ellos a mí que yo a ellos; la República me pedía siempre alguna nueva suma; no podía aumentarme. Desde que soy pobre, he adquirido autoridad: nadie me amenaza; puedo irme o quedarme; soy yo quien amenaza, pues los ricos se levantan de su asiento para dejármelo a mí. Antes era un esclavo, ahora soy un rey; antes pagaba una contribución a la República; ahora la República me da el sustento. En fin, no tengo nada que perder y tengo esperanza de adquirir.

El pueblo cae en esta desgracia cuando aquellos a quien se confía, para ocultar su propia corrupción, procuran corromperlo. Para que el pueblo no vea su ambición, le hablan sin cesar de la grandeza del pueblo; para que no descubra su avaricia, fomentan la del pueblo sin cesar.

La corrupción irá en aumento, así entre corruptores como entre corrompidos. El pueblo se repartirá los fondos públicos; así como ha entregado a la pereza la gestión de los negocios públicos, añadirá a la pobreza el lujo y sus encantos. Pero ni la pereza ni su lujo le apartarán de su objeto, que es el tesoro público.
No hay que admirarse de que, por dinero, venda los sufragios. No puede dársele mucho al pueblo sin sacarle más; pero tampoco puede sacársele algo sin transformar el Estado. Cuanto más parezca sacar provecho de su libertad, más próximo estará el momento de perderla. Se forman tiranuelos con todos los vicios de uno solo. Y la poca libertad que quede llega a hacerse inaguantable: surge un solo tirano, y el pueblo pierde hasta las ventajas de su corrupción.

Dos excesos tiene que evitar la democracia: el de la desigualdad, que la convierte en aristocracia o la lleva al gobierno de uno solo, y el de una igualdad exagerada que la conduce al despotismo, como el despotismo acaba por la conquista.
Es verdad que los corruptores de las Repúblicas griegas no siempre acabaron por hacerse tiranos. Es que eran más dados a la elocuencia que al arte militar; y además, había en el corazón de todo griego un odio implacable a cuantos combatían el régimen republicano. Por eso la anarquía degeneró en aniquilamiento en vez de trocarse en tiranía.
Pero Siracusa, que estaba rodeada de numerosas oligarquías pequeñas, cambiadas en tiranías ; Siracusa, que tenía un Senado , del cual apenas hace mención la historia, experimentó desgracias que la corrupción ordinaria no produce. Aquella ciudad, siempre sumida en la licencia o en la opresión, igualmente minada por la libertad y por la servidumbre, recibiendo la una y la otra como una tempestad, siempre determinada a una revolución al menor impulso extraño, tenía en su seno un pueblo inmenso que siempre estuvo en esta cruel alternativa: darse un tirano o serlo él."

Ref. Montesquieu Montesquieu, Charles-Louis. El espíritu de las leyes. 1748

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